Francisco Ledesma / Entre la insatisfacción y la esperanza
Han pasado seis largos meses desde la elección de junio pasado, y finalmente en un par de semanas iniciarán las tomas de protesta de los alcaldes electos, quienes asumirán los gobiernos municipales a partir del primer minuto del 2022, lo que genera altas expectativas sociales para afrontar los retos de gobierno.
En el espectro político hay dos sensaciones confrontadas: por un lado, la frustración ante quienes ya se van, y que representaron en repetidas ocasiones una decepción en el ejercicio del poder; envueltos en escándalos personales, ya sea por los excesos, la opacidad y la discrecionalidad del gasto público, los pasivos que generaron en los últimos tres años y un enorme desgaste político.
Y, por otra parte, las altas expectativas que han generado los alcaldes electos, quienes conforme se acerca el momento de asumir el poder han identificado las profundas carencias y limitaciones financieras, materiales y humanas en que se encuentran los gobiernos municipales, y el riesgo que ello implica para evitar convertirse en la decepción política que tanto criticaron para llegar al poder.
Hay un patrón sistemático que se repite, y que deriva en la decepción social que generan cada tres años los gobiernos municipales, y se concentra en las promesas de campaña que rebasan el margen de maniobra de los alcaldes, no sólo por su incapacidad presupuestal sino por su limitado marco de responsabilidad legal; en el que, se comprometen en atender la salud, la educación y el empleo, en aspectos que los rebasan del marco institucional.
Los presidentes municipales, se pregona políticamente, son las autoridades más cercanas a los electores, pero también son los más limitados en sus responsabilidades gubernamentales para atender lo elemental: la recolección de basura, la seguridad pública y el desarrollo de infraestructura básica como pavimentación de calles, y el desarrollo de drenaje y la red de agua potable.
Como parte de esas carencias estructurales, se debe considerar además que, los gobiernos municipales no son autosuficientes; dependen en su mayoría de las participaciones federales y estatales asignadas en función de su densidad poblacional. Los alcaldes gastan gran parte de su presupuesto en la nómina de sus trabajadores, e insumos básicos como luz eléctrica, telefonía y combustible.
No deja de sorprender que, en las comunidades más tradicionales de municipios urbanos y rurales, -dominadas por los usos y costumbres arraigados culturalmente-, se observa a los ayuntamientos como una especie de sucursal bancaria que debe sufragar gastos relacionados con fiestas patronales y otras exigencias que no corresponden al ámbito de responsabilidades jurídicas.
Quienes ya se van, lo hacen en muchos casos, frente a la animadversión de sus electores y de sus propios trabajadores a quienes les tienen incumplimiento de pagos; o bien, proveedores que promesas de pago que no llegarán, y que heredarán como pasivos a quienes todavía no asumen el poder, y tienen enormes compromisos con quienes previamente financiaron sus campañas.
A partir de la semana próxima, los alcaldes salientes rendirán su tercer y último informe de gobierno, en discursos llenos de autocomplacencia para mantener cautivos a las clientelas electorales que todavía los apoyaron en junio pasado.
En un plazo de diez días, los alcaldes electos comenzarán a enfrentar la realidad del ejercicio del poder para cumplir con las expectativas que ellos mismos generaron, o bien, comenzará el inevitable desgaste del poder frente a una sociedad que exige resultados inmediatos y la atención a situaciones que escapan a su ámbito de responsabilidad, lo que en su conjunto, no se podría resolver ni con una varita mágica.
La tenebra
En pleno siglo XXI prevalecen los caciques. Al menos una decena de alcaldes que fueron reelectos en 2018, y gobernaron durante seis años sus municipios, lograron imponer candidato y ganaron en las urnas en junio pasado; y ejercerán el poder por interpósita persona durante tres años más.