Francisco Ledesma / El fin de una dinastía
La dinastía Del Mazo ha tocado fondo y parece haber llegado a su fin. En un par de semanas, el gobernador en turno habrá de entregar el Poder Ejecutivo a Delfina Gómez, emanada de un partido político distinto al que también pertenecieron su abuelo y su padre, y con la estigmatización social de ser considerado el responsable único de la derrota electoral del 4 de junio.
Del Mazo Maza inició su carrera política hace apenas 18 años, y de manera vertiginosa ascendió en la
pirámide del poder público arropado por su carga genética, lo que le permitió alcanzar la gubernatura mexiquense en apenas dos sexenios; en una carrera llena de sobresaltos y con las resistencias de grupos políticos internos que siempre lo vieron con recelo por su herencia familiar.
En tres sexenios, ocupó seis cargos públicos, todos bajo el auspicio de su primo, Enrique Peña Nieto: comenzó en el Instituto Mexiquense del Emprendedor, después en la Secretaría de Turismo. Fue electo alcalde de Huixquilucan, y pasó a la dirección general de Banobras. Ganó una diputación federal como catapulta para convertirse en el tercer Del Mazo en gobernar el Estado de México.
Su ejercicio del poder estuvo marcado por un carácter excluyente. A diferencia de sus antecesores, evitó ratificar en el cargo a integrantes del gabinete saliente. Privilegió la consolidación de su grupo político, pero sin una identificación partidista, lo que también dificultó la sucesión de la gubernatura. Sin cuadros propios, se decantó por Alejandra del Moral, identificada con otros grupos que le habían
disputado la candidatura priísta desde 2009 (Aguilar y Videgaray).
A doce meses de haber asumido la gubernatura, enfrentó una realidad inédita y adversa. El delmacismo debió convivir durante cinco años de su mandato con una Legislatura dominada por la oposición morenista. Además, de la relación institucional con el presidente, Andrés Manuel López Obrador, con la suspicacia de un acuerdo de impunidad para el priísmo de Atlacomulco. Debió pactar -quizá no la entrega del bastón de mando-, pero sí la gobernabilidad de su sexenio.
El sexenio transcurrió de la crisis a la tragedia. Fue inaugurado por un sismo que cimbró la infraestructura urbana y derrumbó los planes iniciales del mandato. Vino la mayor derrota electoral del PRI en su historia política. Le siguió la pandemia del covid-19, con lacerantes consecuencias en la sociedad. Y como colapso final, una ruptura con el dirigente nacional de su partido, en la disputa interna por definir la candidatura hacia la gubernatura mexiquense.
A pesar de los avances que pudo presumir el delmacismo en materia de recuperación de espacios públicos; la protección de los derechos de las mujeres; la recuperación financiera del sistema de salud; el impulso en la inversión privada o la reconstrucción de cientos de escuelas públicas, su principal estratega político dedicó casi 200 días del sexenio a la entrega del Salario Rosa, que sólo benefició al cinco por ciento de las mujeres mexiquenses.
La sucesión sólo confirmó el mal momento del priísmo y la falta de pericia electoral de su grupo político. Sin posibilidad alguna para el triunfo, sobró entusiasmo en el proselitismo, pero faltaron recursos financieros; y fueron carentes las promesas de campaña. Los grupos políticos que siempre se resistieron al delmacismo cobraron la factura. La derrota era inevitable.
Hoy, el futuro de Alfredo Del Mazo resulta incierto. Sus malquerientes insisten en que terminará como parte de las nuevas filas de Morena. Su carga genética exigiría que reclame su espacio en el priísmo nacional. Su realidad personal hace pensar que está más cerca del exilio o del retiro político para siempre.
La tenebra
Los grupos políticos de los últimos tres gobernadores carecen y han carecido de una ascendencia partidista hacia el futuro inmediato. Por eso, el montielismo y el camachismo se sienten dueños del priísmo mexiquense.