Jenaro Villamil / Homozapping
Las presiones para utilizar a las fuerzas armadas mexicanas en funciones policiacas provienen desde los años ochenta. En su libro Ejercicio de las Facultades Presidenciales, Miguel de la Madrid recuerda y reflexiona por qué existían riesgos graves de transformar a los soldados en policías y, aún más, a los efectivos militares incorporarlos a las tareas de combate al crimen organizado.
“Fue mi criterio y mi decisión utilizar a las fuerzas armadas como último recurso de aseguramiento del orden público interno”, recuerda De la Madrid, presidente de la República de 1982 a 1988, justo en la etapa germinal de los grandes cárteles que ahora dominan el panorama nacional: el de Sinaloa, los de Jalisco, el Golfo y los distintos grupos en disputa por Michoacán y Guerrero.
“Deliberadamente aparté al Ejército de problemas que podía resolver la autoridad civil mediante otros mecanismos, sobre todo, las fuerzas del orden civil y las policías, tanto federales como locales. Reflexioné en que, en el pasado, se había tenido necesidad de recurrir a las fuerzas armadas para imponer el orden público, de manera específica, durante la triste experiencia de 1968 y para sofocar en su momento conflictos estudiantiles o de carácter obrero y campesino”, afirma el exmandatario.
De la Madrid subraya que “las fuerzas armadas mismas no deseaban que se usara al Ejército y la Armada para tareas de tipo policiaco, porque estaban conscientes del desgaste institucional y el desprestigio sufridos al haber sido usados como policía. Coincidimos en esta convicción”.
El expresidente sentencia en ese libro, editado en 1998, que el uso del Ejército para tareas de combate al narcotráfico, “cuestión que fue y es debatible”, se limitó a las tareas de destrucción de plantíos, decomiso de cargamentos de droga, internos o en tránsito hacia los Estados Unidos, o de apoyo a las fuerzas policiacas para el control de los grupos narcotraficantes en la república.
Como sabemos, ese paradigma cambió con la llegada de Felipe Calderón Hinojosa a la presidencia de la República y el despliegue de las fuerzas armadas en labores policiacas para combatir el narcotráfico en la Operación Michoacán, de enero de 2007.
Los temores de Miguel de la Madrid y de muchos otros políticos y generales que conocen bien la entraña de las fuerzas armadas y los riesgos de convertir a los soldados –entrenados para matar- en persecutores “del crimen” se han confirmado con creces.
Los recientes y trágicos episodios en Tlatlaya, en Iguala, en Apatzingán y en Tanhuato, en donde se presume la participación de efectivos militares o de soldados habilitados como policías federales o grupos de choque, han colocado a las instituciones armadas en una situación de profundo cuestionamiento.
No son ellos los responsables de esta situación. Algunos jefes militares son responsables de los delitos cometidos y que se les imputa por omisión, complicidad, negligencia o crueldad contra civiles (como se supone existió en el caso de los 43 normalistas de Ayotzinapa desaparecidos y los seis jóvenes muertos en esa trágica noche del 26 y 27 de septiembre de 2014 en Iguala), pero la responsabilidad esencial es del mando político.
De esto, Miguel de la Madrid y otros presidentes de la república con sólida formación en teoría del Estado fueron muy claros: el titular del Ejecutivo federal mexicano tiene la doble función de jefe de gobierno y jefe de Estado, por tanto, es también “el mando supremo de las fuerzas armadas del país”.
No sólo eso. Entre las facultades metaconstitucionales del presidente de la república está ser también jefe del partido en el gobierno, como bien destacó Jorge Carpizo en su clásico texto sobre el presidencialismo en México.
Por tanto, es un enorme riesgo utilizar a las fuerzas armadas no sólo en funciones policiacas (de gobierno) o de seguridad nacional (de Estado), sino también en labores de combate a la disidencia o la oposición política (de partido). Cuando estas fronteras no están claramente delimitadas ocurren precisamente los crímenes de Estado, como el del 68 y muchos otros que se dieron en la etapa de la “guerra sucia” mexicana de los setenta.
Esta es la situación que se ha presentado claramente en Tlatlaya y en Ayotzinapa. Se puede discutir al infinito si fue en el basurero de Cocula donde los jóvenes normalistas fueron incinerados o no. Se puede, incluso, rehacer la investigación con un equipo nuevo en la PGR.
Lo que no se puede eludir es el problema de fondo: ya es el momento de revertir la decisión tomada por Calderón y reforzada por Peña Nieto para seguir utilizando a elementos militares en el combate al narcotráfico porque estamos ante el escenario cada vez más peligroso de que el narcopoder haya infiltrado a las propias fuerzas armadas mexicanas.
Esta es la reflexión que urge hacer en días de luto por el primer año de la tragedia de Iguala y cuando un 15 de septiembre recordamos lo importante que es tener el monopolio legítimo de la violencia para defender la soberanía de una nación y no para agredir a sus habitantes más humildes, más vulnerables, más criminalizados.