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EDITORIAL (23-11-2015)

Con todo y que pretende convertirse en la oposición política por antonomasia, el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) es también la muestra inconfundible de que la democracia interna de las instituciones partidistas sigue como una premisa pendiente de resolver en la incipiente democracia mexicana. Bajo el liderazgo de Andrés Manuel López Obrador, Morena representa parte de un régimen político que se erige en torno a la concentración del poder que simboliza el lopezobradorismo como único candidato presidencial de izquierda en las últimas dos décadas.

Apenas la semana pasada, López Obrador impuso las condiciones necesarias para que el Estado de México eligiera como su dirigente a Horacio Duarte Olivares, un hombre cercano a su grupo político y sus intereses de cooptación política. En la víspera, Andrés Manuel fue electo como presidente nacional de partido que fundó, como muestra indubitable de su jerarquía y como un anticipo inevitable de su ya anunciada candidatura presidencial para el año 2018.

Foto Plana Mayor.
Foto Plana Mayor.

Desde una decisión unipersonal, López Obrador deja de manifiesto que la democracia al interior de Morena es un asunto de su voluntad política por encima de las decisiones generales de su militancia. En un síntoma político de lo indeseable, Morena repite esquemas que han enquistado a la élite política en otros partidos, sin opción a privilegiar la decisión de sus militantes, que posibilite el ascenso al poder y una toma de decisiones mucho más amplia entre las bases de sus estructuras.

Si Morena busca establecerse como un modelo de combate a la corrupción, de una real oposición política y un partido que busca arrebatar el poder al Grupo Atlacomulco desde el Estado de México, debe entender que desde sus capacidades básicas debe evitar simulaciones o repetir las lacerantes conductas que han llevado al “despeñadero” a las actuales opciones políticas.

Por delante, luego de haber logrado su registro como partido político y una prometedora preferencia electoral, Morena tiene un amplio desafío por consolidarse como una opción del entramado democrático en el país. La mira puesta en la Presidencia de la República exige construir un partido político que privilegie la tolerancia, la pluralidad, la participación y la democracia, que no termine en el divisionismo de una élite clase gobernante configurada por componendas de grupo.

Más allá de las simpatías u oposiciones que puede generar una eventual candidatura presidencial de López Obrador, se debe analizar el comportamiento político de Morena como organización partidista de un grupo de ciudadanos interesado en ocupar posiciones de poder. Es decir, Morena no puede entenderse como una propiedad particular del lopezobradorismo y su grupo político, sino como una opción de participación política para la sociedad en general.

Los partidos políticos en general, y Morena en lo particular como parte de su configuración discursiva, deben reivindicar su confianza entre la ciudadanía, ante un electorado que muestra amplio descontento hacia la clase política y un profundo desinterés por su entorno democrático.

La capacidad por democratizar la vida interna de los partidos políticos transitará por su capacidad de abrir espacios a la ciudadanía, o bien, los candidatos ciudadanos podrán imponerse a las resistencias que imponen las estructuras partidistas, siempre cerradas y controladas por la élite política, acostumbrada a márgenes de maniobra limitados para sus intereses particulares.

Al menos de arranque, López Obrador ha enviado señales poco alentadoras por democratizar a Morena y que son incipientes señales de dominancia personal desde una oposición que está por limitarse a sí misma, por lacerantes circunstancias que ya han lastimado a otras opciones políticas.

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