La crisis de inseguridad por la que atraviesa el Estado de México -y que ha teñido de violencia las primeras semanas del gobierno delmacista-, parece irreversible, insufrible, insorteable ante un gobierno que se advierte impávido y aún pasmado por la tragedia que arrojó el temblor del pasado 19 de septiembre.
En la primera toma de decisiones, Alfredo del Mazo ha sembrado más dudas que certezas respecto de la capacidad por contener, combatir o prevenir los índices delictivos que colocan al Estado de México entre los primeros lugares ya sea por su incidencia, en números absolutos o relativos, de la cruenta violencia del país.
La renuncia obligada de Rogelio Cortés -el hombre que controlaba la distribución de regiones en la Policía Estatal- se anticipaba como un paso de superar las componendas al interior de la corporación policíaca, sin embargo, la designación de Cesáreo González en su lugar, es la reivindicación del mismo grupo de comandantes enquistados en las mismas prácticas corruptivas y de colusión, que tanto han permitido la infiltración del crimen a las policías preventivas.
En lo inmediato, el gobernador Alfredo del Mazo determinó suspender las reuniones semanales de evaluación de seguridad pública, sin tener antes un acuerdo, consenso o aviso previo a otras instancias involucradas en estos encuentros que involucran al Ejército Mexicano, la Policía Federal, la PGR, el Cisen y los municipios de mayor criminalidad que participaban de las mismas.
A pesar de la creación de la Secretaría de Seguridad Ciudadana, el cambio sólo parece de membrete, pues se estima que en las últimas semanas cerca de dos mil policías han abandonado la corporación, con la promesa de ser incorporados a un grupo especial de la Policía Federal, cuyas bajas han derivado en que en las calles mexiquenses sólo existan siete mil agentes estatales por turno para proteger la integridad y el patrimonio de 17 millones de habitantes.
En los últimos días, un comandante de la Policía Estatal y dos agentes de la PGR fueron ejecutados en acciones distintas, pero que ponen al desnudo la alta presencia del crimen organizado, y su capacidad para vulnerar las instituciones de seguridad y justicia que buscan proteger a los mexiquenses de a pie.
El desafío que enfrenta Del Mazo no sólo transita por abatir las cifras de las denuncias delictivas, sino por revertir la percepción social de zozobra y violencia, de quienes simplemente han recibido promesas y pocas respuestas en los últimos 18 años, desde aquel gobernante electo aún el siglo pasado, que prometía que los derechos serían de los humanos y no de las ratas.
Lo que hay por delante para Alfredo del Mazo es instrumentar estrategias que no sólo pretendan incidir en la escena mediática, ni tampoco que sólo concentren sus esfuerzos en la fuerza policial y su armamento. En el diagnóstico integral se deberá privilegiar la reconstrucción del tejido social y la recuperación de la paz comunitaria mediante tareas de prevención del delito.
Tanto en el discurso como en las respuestas, se debe atender el reclamo de millones de personas que padecen a diario de robos en el transporte público, a miles de familias de las víctimas de los homicidios, y miles de mujeres que son parte de la estadística de las violaciones, las desapariciones y los feminicidios.
Del Mazo debe superar su concentración exclusiva en la emergencia del temblor, y atender problemas históricos que le han explotado como una bomba en las primeras semanas de su mandato, como resultado de la omisión, la negligencia, la negación, la corrupción y las limitaciones de sus antecesores.