En la última semana, el Gobierno de la República ha emprendido una campaña mediática para legitimar la andanada en contra de siete exgobernadores, como parte de su combate a la corrupción. Lo cierto es que cinco exmandatarios son identificados como priístas, y podrían catalogarse a la vez, como la generación de mayor frivolidad, despilfarro y desfalco desde los gobiernos estatales.
La detención del exgobernador veracruzano, Javier Duarte, desató una serie de críticas hacia una generación de gobernadores priístas, que entre la opinión pública y el propio Peña Nieto, formaban parte de un nuevo PRI, identificados como políticos surgidos desde la alternancia en el poder, y por tanto, con nuevas prácticas en el ejercicio del poder, que a la distancia, se exhiben como una clase gobernante que abusó desde el gobierno para fomentar el desvío de recursos públicos, la corrupción, el tráfico de influencias y el conflicto de interés.
A pesar de la campaña que pretende incidir en que el gobierno de Peña Nieto ha encarcelado a siete exgobernadores en los últimos cinco años, cifra que contrasta con dos exmandatarios procesados entre 1994 y 2012; una lectura alterna de la realidad política manifiesta que la actual clase gobernante ha resultado más corrupta, y pese a los castigos justicieros han sido incapaces de resarcir el daño al erario que han perpetrado desde el abuso del poder.
Tras la candidatura de Enrique Peña a la gubernatura mexiquense hace doce años, de perfil telegénico y de escasos 38 años, proliferó en el priísmo nacional candidaturas de características semejantes: aparecieron Osorio Chong, Rodrigo Medina, Roberto Borge, los Duarte (César y Javier), hoy la mayoría señalados de diversos delitos como resultado de su ejercicio del poder. El nuevo PRI, de una nueva generación, arrojó una clase gobernante tan mala o peor que el priísmo defenestrado del Palacio Nacional tras la alternancia electoral del 2000.
El mismo peñismo que hoy pretende erigirse como paladín del combate a la corrupción fue el mismo que exoneró la riqueza familiar insultante de su antecesor en la gubernatura mexiquense, Arturo Montiel. Fue el mismo Peña Nieto el operador financiero, como secretario de Administración, del propio Montiel que debió renunciar a sus aspiraciones presidenciales por su incapacidad para justificar su evolución patrimonial durante su sexenio.
Hoy, la terca memoria pretende exponer a un presidente imbatible contra la corrupción, pero ha sido omiso de la presunta conducta irregular de Emilio Lozoya, director de Pemex en la primera mitad del sexenio, o con liquidaciones inconsistentes como la de Enrique Ochoa, actual dirigente nacional del PRI.
El implacable Peña Nieto ha castigado sin mesura a exgobernadores priístas que han entregado el poder a la oposición: Andrés Granier en Tabasco que cedió la gubernatura al PRD; Jesús Reyna que perdió el gobierno michoacano; Javier Duarte y Flavino Ríos que fracasaron contra el PAN de Yunes; y el tamaulipeco Tomás Yarrington hoy en poder del panista Francisco García Cabeza de Vaca.
En resumen, la actual generación de priístas padece de una durísima desaprobación ciudadana, que no podrá revertirse con intentos simulados por combatir la corrupción, mientras se permita la protección de otros gobernantes que han abusado del poder para enriquecerse o beneficiarse, sin que hayan recibido castigo alguno, al amparo de las instituciones que pretenden legitimar su ejercicio de gobernar y su permanencia en el poder público.