La actividad legislativa marca la opinión pública como uno de los cargos mayormente desacreditados en diversas encuestas. El asunto de fondo en esa percepción social está vinculada con la poca conexión que existe entre los diputados con sus gobernados; aunado a los excesos o abusos de poder que se manifiesta en su actuación.
La premisa se confirma en investigaciones de fondo como la presentada la semana pasada por Plana Mayor, en la que se evidencia que alrededor de 12 diputados de la anterior legislatura no presentaron iniciativa alguna. A lo largo de tres años de actividad parlamentaria, cinco legisladores justificaron su estadía en la legislatura haciendo una sola propuesta o iniciativa.
En síntesis, la función prioritaria de los legisladores no se lleva a la práctica, y se limitan a cumplir una tarea política desvinculada en muchos casos de los intereses sociales para los que resultó electo. Muchos de los diputados se dedican al reparto de dádivas y de programas asistencias o entrega de materiales de construcción en tareas comunitarias de reducido impacto, con una acentuada ejecución clientelar por parte de quienes se supondría deberían proponer nuevas leyes, y garantizar su vigilancia y cumplimiento.
También ha quedado constancia de cómo los partidos políticos postulan candidatos bajo la premisa de componendas internas, cuyo único interés es su permanencia en las esfera pública por encima de su trascendencia en las propuestas legislativas.
El cargo de los legisladores es hoy, un mero componente del régimen político, pero ha quedado alejado de representar los intereses de región o de las comunidades para lo que fue diseñada la legislatura estatal.
A últimas fechas, la toma de decisiones ha dejado de ser un ejercicio individual e independiente de los legisladores. El debate parlamentario se ha reducido a acuerdos cupulares tomados desde la Junta de Coordinación Política, donde prevalece un voto ponderado a partir de la representación de cada partido político, y socava el eventual voto particular que pueda ejercer cada legislador, como en una supuesta democracia.
Además, el gobernador en turno, se ha convertido por antonomasia en un legislador externo, cuyas iniciativas de ley pasan con someros debates y una legitimación automática que pone en duda cualquier posibilidad por construir contrapesos.
Para cada campaña electoral, construida cada tres años, el proselitismo de quienes buscan convertirse en diputados resulta el de mayores dificultades, ya sea por la falta de vinculación entre legisladores con la sociedad, o por el desconocimiento sostenido de los propios candidatos respecto de los cargos a los que han sido postulados. A eso se agregan factores como la paridad de género y los porcentajes de candidatos jóvenes, cuyo corolario es que la propuesta de campaña no empata con la agenda legislativa sino a los intereses partidistas y de empoderamiento político de la élite gobernante.
El tema de la escasa actividad legislativa toca hondo por dos factores inmediatos: por un lado, la imperiosa rendición de cuentas que deberán ejercer los actuales legisladores que podrán ser reelectos a partir de los comicios de 2018; por otra parte, la evaluación necesaria que deben hacer los ciudadanos de sus diputados, para establecer la pertinencia de reelegir, o bien contemplar cambios en su conducta participativa.
Frente a la connivencia existente entre los Poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial es momento de que la sociedad civil actúe en un contrapeso esencial que a partir de instrumentos como la transparencia, la rendición de cuentas y las redes sociales exija una vinculación de sus diputados con sus propuestas de campaña, sus comunidades ahí representadas y sus tareas desarrolladas al interior de la legislatura.