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EDITORIAL (11-05-2015)

Toluca, Edomex. 11 de mayo de 2015.- Las sospechas de corrupción son tan recurrentes entre la clase política del país que corren el riesgo de perder nuestra capacidad de asombro. El caso más reciente, revelado en torno a la empresa OHL en su relación con el gobierno del Estado de México debiera ser un punto de quiebre para ir al fondo, pero por desgracia anticipa en convertirse en otro anecdotario de la retahíla de escándalos desatados en los últimos años sobre opacidad, despilfarro y malversación de recursos públicos.

Los audios exhibidos a la opinión pública, en el que se revelan conversaciones entre Apolinar Mena, titular de la Secretaría de Comunicaciones, con directivos de OHL, para acordar reservaciones y el pago de las vacaciones del servidor público, no pueden soslayarse. Si la sospecha fue sembrada a partir de dichas grabaciones, resulta inaceptable que el mero dicho del funcionario mexiquense sea suficiente para autoexonerarse.

Mientras que los audios que exponen a empresarios, que con desparpajo hablan de sobreprecios a obras de infraestructura, falsear datos técnicos y sacar el mayor provecho posible para sus intereses personales o de grupo, son indignantes para una sociedad asolada por salarios precarios, mayormente sumida en la pobreza, y que escucha incrédula sobre amplia transparencia, presupuestos insuficientes y presunta austeridad del gasto público. El discurso nuevamente se topa con la realidad.

Resulta impensable que la clase empresarial no tuviera o tenga cómplices dentro del gobierno para solventar los sobreprecios de la obra pública o el alza a los costos de peaje en el Viaducto Elevado Bicentenario. El problema de fondo sería conocer el grado de complicidad que han encontrado los empresarios al interior de la estructura gubernamental, y si las instituciones tienen la capacidad para sancionar o castigar.

La clase empresarial está muy acostumbrada a pagar sobornos, a generar sobreprecios para otorgar “diezmos”, a pagar favores a la clase política para obtener beneficios desde el poder público. Sus grandes negocios dependen de sus relaciones de alto nivel con los gobernantes en funciones.

La clase política esta acostumbrada al enriquecimiento personal desde el ejercicio del poder, los gobernantes ven con normalidad el acceso al poder para acumular riqueza y hacer que crezca su patrimonio personal. Sus grandes ambiciones consisten en corromper empresarios para otorgarles jugosos negocios a cambio de favores.

Por fortuna, las sociedades no pueden ni deben acostumbrarse a los abusos ni de la élite empresarial ni de la élite política. No es normal el despilfarro del dinero público, no es aceptable las disculpas, las exoneraciones a bote pronto para frenar el manejo de crisis de un gobierno, ni las renuncias como solución a una clase política que no entiende que no entiende. Aunque también la indignación resulta insuficiente.

El escándalo de OHL respecto de generar sobreprecios a su obra pública, que habrían derivado en un incremento por encima del 100 por ciento de la oferta económica inicial, pone de manifiesto el mayor escándalo público y debiera ser por tanto una profunda crisis política, para el gobierno en turno y quienes antes se encargaron de otorgar contratos millonarios al consorcio español, en medio de la sospecha corruptora.

Hemos repetido hasta el cansancio, que una consigna pendiente es la impunidad como una herramienta necesaria para abatir los agravios de la clase política del país, pero en cada palmo que escandaliza la actuación de los gobernantes, merma con severidad a la credibilidad de las instituciones.

En la medida en que sigan existiendo gobernantes y empresarios corruptos, será insuficiente todo entramado legal que se ocupe de transparentar el ejercicio del gasto público, su enriquecimiento patrimonial o bien su manifestación de conflictos de interés, pues siempre encontrarán resquicios para obtener beneficios personales o de grupo al margen de la ley o fuera de ella, mediante instituciones que solapen o simulen acciones sancionadoras. El hartazgo social parece haber llegado al límite, y deberá ser clave para no perder el asombro y no aceptar como normal algo reprochable y punible.

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