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El Manual de Maquiavelo 15-11-2024

Francisco Ledesma /  Una estrategia recurrentemente fallida

La estrategia más fallida para el Estado de México durante los últimos treinta años ha sido el combate a la delincuencia organizada, en cuyas líneas de acción se destaca una costosa curva de aprendizaje de su clase política, una pretensión por crear instituciones sólo de membrete, la réplica de tareas instrumentadas desde el gobierno federal y la nula continuidad a políticas públicas que eventualmente pudieron ser exitosas en la geografía estatal.

 

Las ejecuciones del crimen organizado en la entidad comenzaron a normalizarse a principios de este siglo, con cruentas escenas que eran repetidas en el Valle de Toluca por el asesinato de abogados de delincuentes encarcelados en el penal federal del Altiplano, mientras las tareas de prevención del delito eran encomendadas a Carlos Iriarte, con cero experiencia en materia de seguridad pero una acentuada cercanía con el gobernador en turno.

 

En el comienzo del sexenio de Enrique Peña Nieto, es de recordar el hallazgo múltiple de cadáveres en la región de la Marquesa, mientras el atlacomulquense buscaba dar una nueva imagen a la Policía Estatal con la creación de la ASE, poniendo al frente a Wilfrido Robledo por recomendación del empresario Carlos Slim, pero malogrado en el cargo por la represión ejercida por la fuerza pública en la detención arbitraria de pobladores de San Salvador Atenco.

 

En los años venideros, la presencia criminal se acentuó con las complejidades que implicó la fallida guerra contra el narcotráfico emprendida por el presidente Felipe Calderón, y en donde las zonas urbanas del Estado de México experimentaron -al igual que el resto del país-, un crecimiento exponencial en el índice de homicidios dolosos por enfrentamientos de bandas criminales.

 

Eruviel Ávila volvió a la carga de reinventar un disfraz a su Policía Estatal. Creó la Secretaría de Seguridad en la etapa final del calderonismo; pero al ascenso de Enrique Peña a Los Pinos regresó el control de la seguridad pública a la Secretaría General de Gobierno. Le impusieron a Monte Alejandro Rubido desde los mandos hidalguenses, y nada mejoró el combate a la delincuencia en el estado. El magro recuerdo de una ejecución extrajudicial en Tlatlaya a manos del Ejército, manchó para siempre el sexenio del ecatepense.

 

Con el delmacismo, se edificó nuevamente una Secretaría de Seguridad que transitó de Maribel Cervantes vinculada a Genaro García Luna, hasta otro secretario identificado en tareas de inteligencia, que poco entendió del Estado de México, y sólo administró la inercia que le implicaba el final del sexenio.

 

A catorce meses de iniciado su mandato, Delfina Gómez ya acumula dos secretarios de seguridad. Un tabasqueño que tuvo un paso inadvertido en el Estado de México, víctima del fuego amigo por la frivolidad en el ejercicio de su cargo; y un segundo, proveniente de Sinaloa, donde hoy el gobernador en turno está manchado por la sospecha de sus vínculos con el crimen.

 

El sexenio avanza con varios baches en el camino: Texcapilla y ahora Izcalli. Dos realidades diferentes, pero ambas tropezadas por la incidencia criminal. Las mesas de seguridad parecen insuficientes para combatir al crimen organizado. Los programas sociales tampoco son una solución de fondo para atacar las causas de la violencia, como ha pretendido construir la realidad de la 4T.

 

La cruenta delincuencia tampoco debe ser vista como un asunto político ni partidista. Los diagnósticos sobran, pero no basta con cambiar de nombres o de hombres a los encargados de la seguridad, cuando al interior de las policías estatales prevalecen nulos protocolos y procesos malogrados.

 

La tenebra

Las policías municipales están reducidas a castigar faltas administrativas o al servicio de los poderes fácticos.

 

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